Hace ya años, era yo más joven, me encontraba con un compañero en
nuestro trabajo. Hablando de banalidades con él en un momento me dijo:
“Yo lo que quiero en la vida es ser un hijoputa”. Yo, corto de
entendederas, joven e ingenuo pondría cara de perplejidad al ver lo que
decía esperar de su madre. Al ver la expresión de mi rostro procedió a
aclarármelo y me hizo ver la luz: “Lo que quisiera es conducir un
cochazo y que todo el mundo diga: 'Por ahí va ese hijoputa'”.
Tiempo después un empresario tuvo que cerrar y sus trabajadores pasaron
al desempleo. Para evitar esta situación los mismos constituyeron una
cooperativa. Algún año después su presidente, en un momento dado, cuando
la cooperativa empezó a funcionar, comentó: “A mi me han puteado mucho y
ahora me toca a mí”. Yo, de nuevo ingenuamente, pensé que este
cooperativista iba a tomarse la revancha con la oligarquía empresarial
local. Tardé poco en salir de dudas, no pensaba putear a estos
empresarios sino a los trabajadores que había contratado para la
cooperativa. Quedé asombrado por tamaña cobardía y ruindad. Pero sin
problema, estos trabajadores aceptan la situación como normal y a lo que
aspiran es a convertirse en presidente de cooperativa.
Una
persona que ya ha logrado el grado de hijoputa (según la consideración
de mi compañero), Mónica Oriol (presidenta del Círculo de Empresarios)
realizó unas declaraciones en las que calificaba a muchos jóvenes poco
menos que de inútiles e inmerecedores del salario mínimo (antes de la
crisis parece que servían). Se reafirmó en Radio Nacional y en la misma
entrevista defendió vehementemente su derecho a ganar dinero (llámese
forrarse). Parece ser que ella tenía ese derecho y negaba a otros el
derecho a tener un salario de subsistencia. Sin problemas, si alguno de
estos jóvenes alcanzara su situación diría lo mismo.
Estos
ejemplos le hacen a uno reflexionar sobre la naturaleza humana. La
inmensa mayoría de las personas, las que podemos ver en la calle, la
playa o la cola del desempleo se diferencian poco unas de otras. Son las
circunstancias de la vida las que definirán su comportamiento. No se
trata de que haya empresarios explotadores y trabajadores explotados,
sólo de que los unos pueden hacerlo y los otros lo harían si pudieran.
Esto, que lo hago para referirme al orden laboral, es extendible a la
mayoría de los aspectos de la vida, ya sean relaciones entre políticos
con los ciudadanos, entre militares, entre países, etc.
Las
personas, por lo general, somos mediocres y solo pensamos en nosotros
mismos. Solo nos preocupa nuestro bienestar y como mucho el de nuestros
allegados. Las personas piensan con el estómago, es famosa la expresión
“pan y circo”. Ahora todo el mundo es demócrata. Yo no voy a criticar a
los reconvertidos al nuevo sistema sino a la gente común. Por ejemplo,
los mismos que se manifestaban a favor del régimen franquista, en 1.982
acudieron masivamente a votar al PSOE. Normalmente no les preocupa mucho
el sistema político, solo que les permita vivir con cierto bienestar.
Muchos de los que se quejan y sufren las consecuencias de la crisis,
cuando ésta no existía no se quejaban del sistema.
Realmente el
mundo no se divide entre ricos y pobres, ni entre blancos y negros, ni
entre moros y cristianos, ni entre izquierdas y derechas (o arriba y
abajo). Con honrosas excepciones (Gandhi, padre Ángel, Vicente Ferrer,
Nelson Mandela, etc.) la gente común diferimos poco, las diferencias las
marca el devenir de la vida. El mundo, realmente, lo que se divide es
entre hijoputas y aspirantes a hijoputas.
Después de esta
reflexión pseudoantroposociológica, valga el palabro, podríamos
acordarnos de Fiedrich Nietzsche. Éste consideraba que el hombre, como
especie que es debe evolucionar y llegar a convertirse en el
Superhombre. Vencer la moral impuesta por las religiones y conseguir una
moral que surja del interior de las personas. Quizá fuera un utópico,
conociendo la naturaleza humana la evolución nos debe llevar, en el
estado de mayor perfección, a que el hombre se convierta en el
Superhijoputa.
Fermín.
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